Este artículo forma parte el Dossier Ópticos-optometristas, guardianes de la salud visual, elaborado por Modaengafas.com.
Los ópticos-optometristas, héroes en la España rural
En medio de plazas silenciosas y calles de piedra, los ópticos-optometristas se convierten en guardianes invisibles de la salud visual

Rita Piedrafita atiende a una paciente en su óptica de Barbastro.
El abuelo de Daniel Paniagua tenía 90 años cuando se percató que perdía a las cartas con los amigos porque no veía bien. Y en su pueblo, Mayorga -en la comarca de Tierra de Campos- como en tantos rincones de esa España Vaciada, no había una óptica, ni transporte público suficiente, ni médicos suficientes. Para conseguir unas gafas, debía emprender un viaje hasta la ciudad, un trayecto que para un anciano se convierte en una hazaña imposible.
Ese instante, trivial y enorme al mismo tiempo, se quedó grabado en la memoria de Daniel Paniagua. Fue el germen de un proyecto que, con el tiempo, acabaría llamándose Gafasvan, primero una óptica itinerante que recorría las carreteras de Valladolid y León, y hoy una red de establecimientos en Valderas, Villalpando, Villarramiel, Villalón de Campos, Villada y la propia Mayorga.
Mirar de cerca para no perder lo esencial
La llamada España Vaciada se describe a menudo con cifras frías: descenso demográfico, ratio de servicios, densidad de población. Pero detrás de esas estadísticas hay miradas cansadas que no encuentran lentes para enfocarse, ancianos que confunden el frasco de las medicinas, niños que no leen bien porque nadie detectó a tiempo un problema de visión.
Ahí, en medio de plazas silenciosas y calles de piedra, los ópticos-optometristas se convierten en guardianes invisibles de la salud visual. Como recuerda la especialista Begoña Gacimartín, “su labor es esencial como servicio de atención primaria visual, un servicio que debería ser universal, tan accesible como una farmacia o un centro de salud”.
Prestigio y reconocimiento: los ópticos-optometristas, protagonistas del nuevo Plan VEO
No son palabras huecas: en un país donde el 98% de las personas mayores de 65 años necesita gafas, la ausencia de un profesional cercano significa condenar a muchos a la ceguera parcial del aislamiento.
La consulta como refugio
A cientos de kilómetros de Mayorga, en Barbastro, Huesca, la óptico-optometrista Rita Piedrafita abre cada mañana su establecimiento. Su pueblo no es grande —17.500 habitantes—, pero tampoco una gran capital. Allí, su consulta es más que un lugar donde graduar la vista: es un espacio de confianza, un refugio.
“Da igual que atiendas en una ciudad de 300.000 habitantes o en un pueblo pequeño, si lo haces con el corazón”, asegura. La diferencia está en el ritmo: en Barbastro, Rita puede dedicar a cada paciente entre 35 y 45 minutos, algo que sería impensable en una gran urbe. Su labor se ha especializado en la salud visual infantil, un campo que muchos creían condenado al fracaso en un entorno rural.
“Cuando empecé, hace veinte años, me decían que estaba loca. ¿Terapia visual en Barbastro? Nadie lo veía posible”, recuerda. La realidad la desmintió: hoy, cada tarde recibe a cuatro niños en terapia visual, muchos llegados desde toda la provincia. Profesores, orientadores y familias han aprendido a valorar ese trabajo que al principio sonaba extraño y lejano.
Ventajas invisibles del medio rural
Quien mira desde fuera suele pensar que abrir una óptica en un pueblo es condenarse a la escasez: menos clientes potenciales, menos ingresos, menos oportunidades. Pero Daniel Paniagua ve la otra cara: “Desde mi punto de vista, montar una óptica en el medio rural solo tiene ventajas”.
Su argumento es sencillo y contundente: en España hay una óptica por cada 5.200 habitantes. En los pueblos donde trabaja Gafasvan, cinco establecimientos atienden a unas 7.000 personas. La relación es incluso más próxima, más humana, más directa. Y esa cercanía genera fidelidad, confianza y arraigo.
Además, no solo se trata de personas mayores. Los pueblos también tienen niños, jóvenes y adultos que necesitan revisiones, terapias y tratamientos. La visión, al fin y al cabo, no entiende de edades ni de geografías.
Quizá lo que mejor define la profesión en el ámbito rural sea la pausa. En las ciudades, las consultas a menudo se convierten en un engranaje rápido, donde el tiempo apremia y la prisa manda. En cambio, en los pueblos, los pacientes llegan con calma, los profesionales escuchan sin mirar el reloj, las preguntas se responden con paciencia.
“Todo aquí se hace sin prisas”, dice Rita. Ese sosiego permite detectar problemas que en otro contexto pasarían inadvertidos: un niño que ladea la cabeza al leer, una anciana que ya no enhebra la aguja, un agricultor que confunde las señales de la carretera.
La salud visual, en esas circunstancias, se vuelve también salud emocional. Recuperar la nitidez del mundo significa recuperar autonomía, dignidad, conexión con los demás.
Futuro a la vista
La historia de la óptica rural en España es, en realidad, una historia de resistencia y de esperanza. Frente a la despoblación, frente al cierre de servicios, los ópticos-optometristas demuestran que el futuro no está reservado a las grandes ciudades.
Son héroes silenciosos, sí, pero también emprendedores, innovadores, personas que han sabido transformar la carencia en oportunidad. Han demostrado que en un pueblo de mil habitantes también hay espacio para la especialización, que en una comarca envejecida se puede ofrecer tecnología, que la atención personalizada no es un lujo sino un derecho.
En un mundo cada vez más dominado por pantallas, en el que la vista se convierte en el sentido más exigido y a la vez más frágil, la labor de estos profesionales no hará sino crecer. Y los pueblos, lejos de ser un destino imposible, pueden ser un terreno fértil donde el oficio recupere su esencia más humana: cuidar de la mirada.
En definitiva, cuando alguien enciende la luz en su consulta de Mayorga o Barbastro, cuando abre las puertas de una pequeña óptica en Villalpando o Villarramiel, no solo ofrece gafas. Ofrece la posibilidad de seguir leyendo, conduciendo, cosiendo, escribiendo cartas. Ofrece la certeza de que, aunque las calles estén vacías, la mirada de quienes allí viven sigue teniendo futuro.

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