En la casa de los Vallejo, la luz siempre tuvo forma de taller. Donde otros vecinos veían un salón, ellos veían tornos, lentes minerales y el pulso paciente de dos manos que, sin ruido, sostenían la visión de medio barrio. Javier Vallejo creció respirando el olor a vidrio recién tallado, escuchando el crujido de monturas que sus padres reparaban con una mezcla de rigor, ternura y oficio. Creció, sin saberlo aún, dentro de una herencia hecha de luz y esfuerzo, de técnica y cariño.
Óptica Postas: 75 años de historia en Madrid
Javier Vallejo siguió la estela de su padre en el sector de la óptica y ahora ha cedido el testigo a su hijo, que se encarga de pilotar un establecimiento que ya es historia de Madrid
Javier con su hijo Miguel en Óptica Postas.
Su padre, Francisco Vallejo Vera, había comenzado a trabajar en los años veinte del siglo pasado, en la Óptica Cedi de la calle Preciados. Allí aprendió un oficio que iba más allá de vender gafas: era ofrecer claridad, devolver orden y nitidez al mundo de cada persona. Cuando la óptica cerró, y con cuatro hijos que alimentar, Francisco hizo lo que hacen los hombres que aman profundamente su trabajo: volver a empezar. Fue así como, en 1950, nació la primera Óptica Postas, en el número 21 de la calle que le dio nombre.
Aquella semilla creció. La familia también: siete hijos, tres ópticos, y un mismo hilo que les unía a todos—el amor por la profesión y por la precisión del ver.

En 1975, cuando el edificio que albergaba la óptica de la calle del Pez fue declarado en ruina inminente, el futuro parecía desplomarse junto a los muros. Fue entonces cuando Javier, con apenas veinticuatro años, casado y con una hija pequeña, entendió que la luz también puede heredarse como un deber. Pidió un crédito, compró el local de Augusto Figueroa y abrió allí un nuevo capítulo. Mientras el viejo edificio tardaba siete años en derrumbarse, él ya sostenía sobre sus hombros la continuidad de toda una vida familiar.
Durante medio siglo, Javier atravesó crisis, transformaciones del barrio, robos, incendios, pandemias y silencios. Aguantó noches de cristales rotos y mañanas en las que los clientes tenían miedo de pasar por la zona. También vio cómo aquel barrio herido se convertía, con los años, en un destino luminoso y vibrante. Y, pese a todos los vaivenes, nunca dejó de sentir la misma pasión que había aprendido de su padre. De él lo heredó todo: la dulzura al tratar al público, la formalidad, la emoción ante una lente bien adaptada, ese impulso inagotable de formarse, de seguir estudiando, de acudir a cursos incluso cuando los años pesan más que los libros.
A veces, recuerda cómo antes fabricaban ellos mismos las pruebas ópticas si no se encontraban en España. Hoy, cuando ve un retinógrafo o un OCT dibujando la retina con precisión milimétrica, no puede evitar imaginar la expresión de asombro que habría iluminado el rostro de su padre.
Ceder el testigo

Javier Vallejo revisando la vista de un niño en su óptica.
En junio de 2023 Javiercedió la dirección de Óptica Postas a su hijo Miguel, uno de sus cuatro hijos, optometrista y audiólogo. No se trata solo de entregar un negocio; es entregar un legado. “Yo no trabajo—dice Javier—disfruto. Cada día, cada caso, cada paciente.” Y ese es el deseo que guarda para Miguel: que viva su profesión con la misma felicidad serena que él vivió al lado de su padre.
Porque la óptica ha cambiado, y mucho. La tecnología ha transformado gabinetes, materiales y técnicas. También han cambiado los tiempos, las cadenas comerciales, la presión del mercado. Pero hay cosas que siguen intactas: la dedicación, el estudio constante, el respeto por los ojos únicos de cada persona, la emoción de acompañar a un paciente desde la graduación hasta la elección de la montura.
El milagro sigue siendo el mismo: ese instante en el que alguien se coloca sus nuevas gafas y exclama un “¡oooh!” que lo dice todo sin decir nada.
Cuando Óptica Postas cumpla cien años, Javier imagina la misma pasión ardiendo en el interior de su hijo, la misma que abrazó a su padre y que él mismo sintió cada mañana al abrir el local. Imagina una óptica en la que la ciencia y la humanidad se encuentren como siempre han hecho. Un lugar donde la luz se pase, de mano en mano, como una tradición antigua y luminosa.
Porque, al final, esta historia no va de gafas.
Va de ver.
De aprender a mirar.
De una familia que ha convertido la claridad en una forma de amar.
Y de un legado que, generación tras generación, sigue enfocando el mundo con la misma precisión y delicadeza con la que empezó todo: en un pequeño taller que, para algunos, era un salón, pero que para los Vallejo fue siempre el corazón de su vida.
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